Por Daniela Domínguez Tavares
ALGUNA VEZ un profesor me advirtió sobre la soledad en la que se realiza el trabajo histórico; con el paso del tiempo lo comprobé: sola, en silencio, mirando un documento antiquísimo, sentada en un archivo de otra ciudad que no era la mía, escribiendo, leyendo, todo en soledad. Hasta ese momento entendí a qué se refería pero también pensé “se equivoca”, porque la historia no se hace solamente desde el aislamiento del archivo sino que se torna real y tangible cuando podemos compartir aquello que encontramos, cuando se da el intercambio entre vivos del que habla Certeau en La escritura de la Historia.
EL TRABAJO histórico no se resume solamente a la estadía en un archivo sino que conlleva una serie de momentos gratificantes, de planificación, mesura, afectos, exposiciones, escritura, discordancias y desviaciones en su quehacer. En mi corta, pero gratificante carrera como historiadora he aprendido algo: la historia es un manjar de vivencias para el que la hace así como para el que la lee, la escucha y la comparte. Es por eso, querido lector, que nace esta columna con el fin único de comunicar todos aquellos vericuetos y aventuras en la vida de una historiadora. Quiero compartir ese pasado que está al servicio del presente a partir de mis impresiones desde los archivos, los libros, las ponencias, la universidad, las ciudades y las personas…
Supervivencia de un Acervo
COMO AVENTURÉ al principio, uno de los momentos dentro del quehacer de los historiadores se remite a estar en una sala de consulta investigando, escudriñando y preguntándole al pasado. En esa situación me encontré en el Archivo Histórico del Estado de Zacatecas mientras consultaba legajos pertenecientes a la Compañía de Jesús. Rastreando la información y las huellas jesuíticas encontré que la documentación que pervive de esta organización religiosa es mucha pero se encuentra dispersa entre el Archivo General de la Nación en México, la Biblioteca de la Curia Jesuita en Italia, el Archivo del Vaticano y el Archivo Nacional de Chile. La documentación que concierne a lo que fuera la Nueva España no se encuentra en España, sino en Chile. Esta es la historia de ese acervo:
LA COMPAÑÍA de Jesús se instaló en la Nueva España desde el año de 1572 y duró en el territorio hasta 1767 cuando por mandato real de Carlos III ésta fue expulsada de todos los dominios españoles de ultramar, así comenzó la historia de uno de los acervos más ricos que se tienen hasta la fecha. Tras el decreto de expulsión se encomendó al Conde de Aranda que fuera él quien ejecutara en la Nueva España dicha expulsión y consignación de todos los bienes jesuíticos. Todos los papeles, cartas, manuscritos, oficios y documentos oficiales de haciendas y colegios deberían ser enviados hasta Madrid al Colegio de San Isidro el Real perteneciente otrora a la misma Compañía. Desde entonces, el archivo llevó por nombre Temporalidades.
TRES AÑOS más tarde, cuando todavía seguían llegando documentos desde América al Colegio de San Isidrio la documentación abarcaba ya setenta habitaciones. Ese fue su lugar de reposo hasta el año de 1834 cuando su desintegración comenzó. En un primer momento se dividió en dos, una parte se entregó al Ministerio de Gracia y Justicia y otra al Ministerio de Hacienda del mismo país. Pese a los intentos por reagruparlo no se pudo lograr por la situación política que atravesaba España en 1868 con el estallido de la Revolución Gloriosa en la que se estableció la primera República Española y misma que se encargó de depurar los archivos. Esta depuración afectó directamente al acervo de Temporalidades y los legajos de las numerosas cajas que contenían valiosa información jesuítica fueron puestos en venta al público ¡por un peso! Algunos de estos documentos terminaron en tiendas o en los hornos de panaderías.
SI EN LA actualidad se pueden consultar los vastos legajos que legó la Compañía es gracias a un hombre que, aunque nada tenía que ver con la historia, sentía apreció por la cultura y sobre todo tuvo los recursos económicos para poseerla. Ese hombre fue Francisco Javier Bravo, español e hijo de comerciantes que sentía aprecio por las actividades que realizaba la Compañía por el mundo y quien al saber que el acervo estaba a la venta compró un total de treinta mil documentos. Un año más tarde, en 1872, duplicó la cantidad de documentos en su poder pues logró comprar otro lote con la misma cantidad de documentos. En la posesión de Javier Bravo el archivo fue ordenado y catalogado. Finalmente fue hasta 1872 cuando el acervo fue dividido nuevamente y entregado al Archivo Histórico Nacional de Madrid y otra parte a la Biblioteca Nacional de Madrid.
PASADO UN año, en 1873, el chileno Carlo Morla Vicuña visitó el Archivo de Madrid para investigar acerca de unas propiedades que estaban causando conflictos entre la frontera de Chile y Argentina. Durante su averiguación recibió la oferta de comprar documentación de los jesuitas que antiguamente habían estado en su país y la oferta no fue declinada. La compraventa fue finalizada por medios diplomáticos y Vicuña regresó a Chile con una colección de trece mil escritos. Curiosamente la información que remiten los documentos poco tiene que ver con Chile, en su mayoría se refiere a México, Filipinas y Perú, aunque la impronta jesuítica se puede rastrear en casi todos los lugares a donde llegó la corona española.
ESTA ES la historia del acervo jesuita. Actualmente se encuentra en el Archivo Nacional de Chile en Santiago y puede ser consultado. Son 478 volúmenes que dan cuenta de la célebre fama de los jesuitas pero también son muestra del interés de aquellos hombres como Bravo o Morla Vicuña, mismos a los que debemos su recuperación. Bien lo dice Arlette Farge “no se pueden resucitar las vidas hundidas en el archivo. Esa no es una razón para dejarlas morir por segunda vez.
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