Por Carlos Alberto Sánchez Villegas
Para Sofía Flores en un primer año juntos
“La vida está llena de miseria, soledad y sufrimiento;
Y todo termina demasiado pronto”
-Woody Allen
MIENTRAS CAMINABA bajo los intensos rayos del Sol su reloj de bolsillo marcaba las tres, una hora muy inusual para estar fuera del hogar, más en el caso de él que vivía exiliado del mundo en su propia soledad. Pero que más podía hacer si necesitaba sus estampillas, sin ellas no podría mandar más cartas en tiempo y forma. Aunque el Sol generaba calor ya se sentían los primeros vientos helados que presagiaban un invierno temprano.
LA NAVIDAD y el final de año siempre representan fechas de unidad familiar, pero para él representaban fechas muy tristes y solitarias, llevaba cerca de 10 inviernos sin ver a alguno de sus hijos. Tenía tres y ninguno de ellos lo visitaba o llamaba, y mucho menos escribía. Tan solo tenía de ellos viejas direcciones en otras ciudades de las cuales no podía confirmar si sus hijos seguían viviendo ahí, ni siquiera un número telefónico dejaron tras su abandono.
EN LA SOLEDAD de su casa se sentaba y meditaba sobre su presente, él entendía que era la ley de la vida que los hijos tenían que irse algún día de casa, pero no comprendía porque sus hijos habían tomado esta ley tan en serio y lo habían dejado totalmente en el olvido, en la oscuridad. Económicamente no los necesitaba él podía valerse por sí mismo como lo había hecho toda su vida, pero el dolor de su ausencia le pesaba enormemente. Más en la época de navidad cuando todas las familias están unidas, había perdido a su esposa tan solo catorce años atrás y desde entonces sus hijos se fueron alejando cada vez más de él hasta que perdieron totalmente el contacto.
EL RELOJ de cuerda marcaba el paso en la habitación mientras él sacaba bolígrafo y papel para redactar como todos los días cartas para cada uno de sus hijos, en aquellos escritos no había reproche alguno, solo eran para reportar cada uno de los pormenores de su vida solitaria, para anunciarles el amor que sentía por ellos y la gran tristeza que sentía por no verlos. Como era costumbre las cartas se iban, pero nunca regresaba respuesta de ninguno de los tres destinatarios.
UNA VEZ terminado el ritual de las tardes de escritura, el viejo preparaba su taza de café para sentarse fuera de la puerta de su casa y observar la vida cotidiana de su barrio. El jugueteo de los niños, sus risas, su andar. A veces se preguntaba si él tenía nietos, cuantos años tendrían, como serían, tal vez un día lejano antes de su fin podría conocerlos.
LOS MINUTOS seguían muriendo en el reloj del viejo, mientras él comenzaba ahora el ritual de dormir, de pensar en sus hijos, de soñar con un rencuentro. Quién puede imaginar su dolor cuando lo ven con su caminar lento hacia el servicio postal a depositar sus cartas diarias, quién puede imaginar siquiera la soledad de un viejo y el dolor que genera el paso del segundero sobre aquellos minutos y horas.
* Historiador, escritor y columnista. Egresado de la Universidad Autónoma de Aguascalientes