Por Monserrat Vázquez
EN DÍAS recientes, el gobierno de México ha recibido comentarios de todo tipo por la postura que adoptó el presidente López Obrador ante la crisis en Venezuela con base en el artículo 89 inciso 10 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, donde se expresan los principios normativos de la política exterior mexicana: la autodeterminación de los pueblos, la no intervención, la solución pacífica de las controversias, la proscripción de la amenaza o el uso de la fuerza en las relaciones internacionales y el respeto a los derechos humanos. Diversas asociaciones y observatorios ciudadanos hicieron el reconocimiento a AMLO y su afán conciliador, quien propone participar como bisagra de diálogo entre el gobierno de Nicolás Maduro y la oposición. No existe riesgo alguno en la postura que ha adoptado el presidente ante el Grupo de Lima, principalmente compuestospor el bloque de gobiernos de derecha y extrema derecha y por supuesto no es aislacionista, pues la intención de su gobierno de fungir como mediador y por ser en sí mismo el único país que puede desempeñar el papel de negociador es bastante loable, pues representa la oportunidad de resaltar el liderazgo que México tiene en la región. Recordemos que México fue el único país que no se sumó al bloqueo económico a Cuba, y durante este proceso, nuestro país resultó fortalecido.
LOS VENEZOLANOS han dicho en reiteradas ocasiones no a la guerra civil, no a la intervención y no al imperialismo; no al capricho de los grupos de poder y la polarización social. Incluso en diversos comunicados, el pueblo bolivariano se ha pronunciado por la paz y por la solución.
NO OBSTANTE, hay un alto grado de irresponsabilidad en el periodismo y la opinión que se ejerce en favor de Juan Guaidó, donde se menciona que en Venezuela hay dos presidentes y solo Guaidó es el legítimo. A su vez resulta inverosímil la postura de la derecha y las democracias consolidadas que, por un lado, abogan por el respeto a los procedimientos y las instituciones, por las elecciones periódicas mientras sean el andamio de una alternancia, pero por otro hacen el reconocimiento de un sujeto que hasta el 22 de enero el mundo no conocía. Mientras Nicolás Maduro continúe con el control del aparato militar, aún si todo el mundo llega a desconocer su gobierno, él no perderá el poder.
SIEMPRE MOVIÉNDOSE como un marginal personaje de la derecha, Juan Guaidó era medianamente conocido en el espectro político y en su partido; más identificado con el radicalismo y el oportunismo, mucho más famoso por su participación en actos de violencia en las calles y en las llamadas Guarimbas y Guayas, donde el Partido Voluntad Popular y diversos grupos de estudiantes de oposición asesinaron a chavistas, policías y trabajadores del Estado Venezolano; 43 asesinatos cometidos en 2014 y 126 más en 2017.
SE NECESITÓ una llamada del vicepresidente Mike Pence para que Guaidó se autoproclamara presidente legítimo de Venezuela, en un intento de socavar al socialismo bolivariano e impulsar la popularidad de un sujeto que es más famoso al exterior que al interior de su país. Por muchos años, Venezuela fue el baluarte de la resistencia a la hegemonía neoliberal, y a EU le tomó dos décadas gestar el pseudo protocolo de extinción del socialismo, pero inevitablemente retomó su cauce con la llegada de Trump y la llamada “Troika de la tiranía”, donde Venezuela está en la lista de regímenes por abolir en aras de “la libertad, la justicia y el mundo libre”.
A PESAR de su discurso, del Grupo de Lima y del protagonismo que tiene Estados Unidos en el conflicto, Guaidó no fue colocado en esa posición en aras de la democracia, sino en aras de la desestabilización.